La misión de Jesucristo, el siervo sufriente, y de SBU, de acuerdo con Isaías 49.1-6

Cantos del siervo del Señor
Parte II

1 «Óiganme, países del mar,
préstenme atención, naciones lejanas:
El Señor me llamó desde
antes de que yo naciera;
pronunció mi nombre
cuando aún estaba yo
en el seno de mi madre.
2 Convirtió mi lengua en espada afilada,
me escondió bajo el amparo de su mano,
me convirtió en una flecha aguda
y me guardó en su aljaba.
3 Me dijo: “Israel, tú eres mi siervo,
en ti me mostraré glorioso.”
4 Y yo que había pensado:
“He pasado trabajos en vano,
he gastado mis fuerzas sin objeto,
para nada.”
En realidad mi causa está
en manos del Señor,
mi recompensa está en poder de mi Dios.
5 He recibido honor delante del Señor mi Dios,
pues él ha sido mi fuerza.
El Señor, que me formó desde
el seno de mi madre
para que fuera su siervo,
para hacer que Israel, el pueblo de Jacob,
se vuelva y se una a él,
6 dice así:
“No basta que seas mi siervo
sólo para restablecer las tribus de Jacob
y hacer volver a los sobrevivientes de Israel;
yo haré que seas la luz de las naciones,
para que lleves mi salvación
hasta las partes más lejanas de la tierra.”»

A pesar de que los cantos del siervo sufriente reflejan temas propios de la sección del año eclesiástico que comúnmente llamamos Cuaresma, en la iglesia antigua, especialmente en las Iglesias del Oriente, este segundo canto en particular era leído durante el período de la Epifanía.

¿A qué se debe esta elección? Al parecer, la respuesta se encuentra en la relación semántica entre el significado del término «epifanía» y una de las palabras clave del segundo canto del siervo sufriente. Es decir, la palabra «epifanía» viene del griego y significa «traer a la luz», «revelar», «manifestar», «poner al descubierto». La palabra «luz», tan sobresaliente en otros textos de Isaías (como el 60.1-3), tiene también aquí importancia medular.

La misión del siervo sufriente fue, de acuerdo con 49.6, la de «ser luz de las naciones». Es probable, entonces, que la iglesia antigua leyera este texto durante la época de la Epifanía, para subrayar esta característica tan esencial de la misión del siervo enviado por Dios, Jesucristo, que vino para iluminar los caminos y ser luz a toda la gente (véase Mt 4.15-16).

Y para que el siervo fuera luz para toda gente y nación tendría que cumplir una misión especial. En las palabras del profeta, en el siervo de Yavé, la gloria de Dios sería manifestada. El siervo fue comisionado para llevar sobre él mismo el peso de la gloria o majestad (kabod, kebuddah) de Dios, con la finalidad de que hasta las tierras más lejanas pudieran conocer la luz que conduce al seno del Dios, Creador de los cielos y de la tierra.
La asignación del siervo para su misión ocurrió aun antes de su nacimiento. En el segundo canto, es el mismo siervo el que habla de su comisión:

«Óiganme, países del mar,
préstenme atención, naciones lejanas:
El Señor me llamó
desde antes de que yo naciera;
pronunció mi nombre cuando
aún estaba yo en el seno de mi madre.»

Por estas palabras, comprendemos que el siervo de Dios no inició su misión como resultado de sus propios planes ni intereses; no tomó la decisión —por sí mismo— de venir y ser el redentor del mundo. Fue designado para tal misión por Dios.

El siervo meramente consintió en hacer la voluntad de Dios. Por el Nuevo Testamento, la imagen resulta aún más asombrosa cuando queda claro y límpido que este siervo obediente, desde su nacimiento era el Hijo de Dios Padre. De las páginas del Nuevo Testamento, aprendemos también que su nombre sería Jesús, como fue revelado por el ángel Gabriel a María y, después a José. La función iluminadora de Jesús ya estaba integrada en su propio nombre, que significa: «Dios es salvación».

Y para que el siervo cumpliera plenamente su misión, Dios lo preparó cuidadosamente, como dijo:

«[Dios] convirtió mi lengua
en espada afilada,
me escondió bajo el amparo de su mano.»

Cuando pensamos en una espada, por lo regular pensamos en fuerza, en poder militar. Pero si asociamos la figura del siervo con la persona de Cristo Jesús, vemos que su fortaleza no consiste en ninguna armadura ni en cualquier arma física que un soldado podría llevar.

El poder del siervo, esencialmente del siervo Jesucristo, estaba en sus palabras. ¡Cuántas personas habiendo escuchado a Jesús una sola vez hicieron el siguiente comentario: «Nadie jamás habló como este hombre» (Jn 7.46). ¿Cuál era el contenido de sus palabras para que se comparasen al poder de una espada afilada? Jesús traía a la luz, ponía al descubierto, manifestada con palabras y hechos la más pura Palabra de Dios.

Como escribió el autor de la carta a los Hebreos (4.12):
«Cada palabra que Dios pronuncia tiene poder y tiene vida. La Palabra de Dios es más cortante que una espada de dos filos, y penetra hasta lo más      profundo de nuestro ser. Allí examina nuestros pensamientos y deseos, y deja en claro si son buenos o malos.»

Y la palabra de Dios, proclamada por Jesucristo, llegaba a lo más profundo del corazón y del alma de las personas, echando en el mar lo que necesitaba restauración, trayendo a la luz la sonrisa de una nueva criatura.
El profeta echa mano también de otra metáfora para describir la palabra que el siervo Cristo proclamó:

«[Dios] me convirtió en una flecha aguda
y me guardó en su aljaba.»

Dios hizo que la palabra de su siervo tuviera precisión y fuerza. Las personas que vieron a Jesús, que lo oyeron hablar y dieron testimonio de sus hechos, todos, de una u otra manera, fueron «traspasados» hasta el corazón. La primera reacción de la mayoría fue el espanto, el mismo espanto de Isaías cuando, durante su vocación, fatalmente se reconoció pecador ante el santo, santo, santo Dios de Israel (Is 6.5).

Reacción semejante a la de Pedro, de Leví y de tantos otros que, pecadores como nosotros, no tenían nada de bueno que presentar al portavoz del santo Dios, al Verbo del Señor. Comprenderían todos ellos y nosotros, poco más tarde, que su misión no se agotaba en eso de denunciar el pecado. Jesucristo vino para llevar sobre sí el pecado de la gente como parte de su vocación, como sacerdote de una nueva alianza bautizada con el derramamiento de su sangre y no con la sangre de animales.

Como bien sabemos, Jesucristo, el siervo sufriente, no comenzó su misión iluminadora inmediatamente. Dios lo escondió en la oscuridad durante su niñez y preadolescencia. Pero cuando llegó el tiempo designado por Dios, él mismo públicamente declaró a Cristo como el Salvador de todo el mundo, tal como se verificó en su bautismo, cuando el Padre declaró: «Éste es mi Hijo. Yo lo amo mucho y él me da mucha alegría» (Mt 3.17). Desde aquel momento, Jesucristo y su palabra de poder salieron de la oscuridad.

Él comenzó su ministerio público y caminó de sitio en sitio predicando y enseñando, primeramente entre los de su pueblo Israel. Si, en los primeros días de su misión, el siervo debería priorizar la tarea de hacer volver al Dios verdadero a Jacob y a su gente. Como le planteó Mateo: él debería «traer de vuelta las ovejas perdidas de la casa de Israel» (Mt 15.24). Y eso fue lo que precisamente hizo Jesucristo durante casi tres años.
¿Tuvo éxito en este tiempo? ¿Se convirtió todo  el pueblo a Dios? Sabemos que no. Y así como tantos profetas del Antiguo Testamento, el siervo del Señor también, en algún momento de su vida, fue presa del desánimo, y dijo:

«He pasado trabajos en vano,
he gastado mis fuerzas sin objeto, para nada.» (Is 49.4)

El apóstol Juan pone esto de otra manera, como dice:

«Él vino para los que eran suyos, pero los suyos
no lo recibieron.» (1.11)

La gran mayoría de los paisanos contemporáneos de Jesús no aceptaron la oportunidad de cambiar sus vidas, y las flechas que recibieron en su corazón fueron para su ruina y perdición. Fue tal su rechazo de la Palabra encarnada que conspiraron para eliminar su vida, y pensaron que lo habían logrado cuando lo crucificaron.

Pero así como la vida de Cristo no llegaría a su fin en la cruz, un viernes santo, tampoco su misión iluminadora se agotaría dentro de los límites de la Palestina. La vida de Jesús tuvo su manifestación máxima de gloria en su victoria sobre la muerte en la mañana pascual. Y su misión tuvo su plenitud cuando les dio como regalo —a los que rescató de la muerte con su sangre— el privilegio de ser misioneros propagadores de su mensaje después de su ascensión a los cielos. Así se cumpliría lo que dijo el profeta en el segundo canto del siervo sufriente:

«No basta que seas mi siervo
sólo para restablecer las tribus de Jacob
y hacer volver a los sobrevivientes de Israel;
yo haré que seas la luz de las naciones,
para que lleves mi salvación
hasta las partes más lejanas de la tierra.»

Qué bendición es saber que la salvación, tal como Dios la planificó, debería extenderse a toda gente y nación. Como una ola santa de restauración, el mensaje de la salvación protagonizada por el siervo debería llegar, y está llegando hasta las partes más lejanas de la tierra.

Tal como llegó a unos pocos gentiles durante el tiempo en que Cristo caminó entre nosotros, a la mujer samaritana en el pozo de Jacob, a la mujer sirofenicia, al centurión de Cafarnaúm, hoy día el mensaje nos ha alcanzado a nosotros, a nuestras familias y a un sin número de personas de nuestros pueblos, países y etnias.

Por la gracia de Dios, fuimos alcanzados por las «flechas afiladas» de su siervo sufriente. Por la gracia de Dios, como Sociedades Bíblicas Unidas, fuimos llamados a ser cooperadores de la misión de su siervo sufriente.

Si en algún momento nos sentimos desorientados en cuanto a la tarea que el Señor nos ha confiado, recordemos el segundo canto del siervo sufriente como una brújula que apunta muy cabalmente a quiénes somos como individuos y como Sociedades Bíblicas —es decir, somos todos siervos del Siervo, para que, a través de nosotros, de alguna manera, una nueva Epifanía se encienda y la luz de Dios llegue más lejos aún e ilumine este mundo sepultado en tinieblas, seguros de que:

«El Señor nos llamó desde antes

de que nosotros naciéramos;
pronunció nuestros nombres
cuando aún estábamos
en el seno de nuestras madres.
Convirtió nuestra lengua en espadas afiladas,
nos escondió bajo el amparo de su mano,
nos convirtió en una flecha aguda
y nos guardó en su aljaba.
Nos dijo: “SBU, vosotros sois mis siervos,
en vosotros me mostraré glorioso.”
Y nosotros que habíamos pensado:
“Hemos pasado trabajos en vano,
hemos gastado nuestras fuerzas
sin objeto, para nada.”
En realidad nuestra causa
está en manos del Señor,
nuestra recompensa
está en poder de nuestro Dios.
Hemos recibido honor
delante del Señor nuestro Dios,
pues él ha sido nuestra fuerza.
El Señor, que nos formó
desde el seno de nuestras madres
para que fuéramos sus siervos,
para hacer que Israel, el pueblo de Jacob,
se vuelva y se una a él,
dice así:
“No basta que seáis mis siervos
sólo para restablecer las tribus de Jacob
y hacer volver a los sobrevivientes de Israel;
yo haré que seáis la luz de las naciones,
para que llevéis mi salvación
hasta las partes más lejanas de la tierra.”»
(Paráfrasis de Is 49.1-6)

Aquel que ha comenzado la buena obra en nosotros ha de completarla hasta aquel día. Amén.

Paulo Teixeira. Biblista y editor, Secretario de Traducciones y Publicaciones de la Sociedad Bíblica de Brasil.

Fuente:  labibliaweb.com