Fuente: Nida, E. A., & Reyburn, W. D. (2000). Significado y diversidad cultural (pp. 61–85). Sociedades Bíblicas Unidas.
Hay en todo mensaje dos elementos portadores de sentido: la forma y el contenido. Si el traductor desea comunicar adecuadamente el significado de un texto, ambos aspectos le resultarán cruciales, pues llevan consigo una serie de rasgos que demandan ajustes o suplementos.
Los elementos formales comprenden todos aquellos rasgos que van desde la transliteración de nombres propios hasta el género literario, y su significado es tanto cognoscitivo como emotivo. Así, por ejemplo, las secuencias lógicas del pensamiento de un discurso, sin consideración de su contenido, son primordialmente cognoscitivas, pero los modos en que las ideas se ordenen y se relacionen suscitan reacciones emotivas favorables o desfavorables.
Los rasgos básicos de forma comprenden fundamentalmente las siguientes categorías:
1. Transliteración.
2. Estructuras morfológicas (estructura de las palabras).
3. Estructura sintáctica (combinación de palabras para formar cláusulas y oraciones).
4. Recursos retóricos (por ejemplo: discurso directo o indirecto, preguntas retóricas, personificación, quiasmo, ironía, hipérbole).
5. Versos métricos (es decir, estructuras poéticas).
6. Lenguaje figurado.
7. Estructura del discurso (esto es, organización del discurso en narración, descripción, argumento y diálogo).
8. Género literario (por ejemplo: apocalíptico, profético, legislativo, epistolar).
Todos coincidimos en la importancia de hacer ajustes en el significado de ciertas palabras y frases, pero algunos descuidan casi por completo los problemas de ajuste relativos a rasgos puramente formales. En apariencia, estos rasgos son portadores de poco o ningún significado, por lo que se tiende a considerarlos como aspectos más o menos mecánicos de la traducción. Es cierto que algunos de los llamados niveles inferiores de la estructura (sonidos, clases de palabras y sintaxis) implican ajustes en gran parte obligatorios, si bien no dejan de producir diferencias sutiles de sentido; y los llamados niveles superiores de la estructura (por ejemplo: rasgos retóricos, estructuras discursivas, géneros literarios) traen consigo un número mayor de elementos facultativos. Pero es esta precisamente el área donde el traductor se ve confrontado con algunas de las decisiones más difíciles. Aquí el idioma pone en juego valores importantes que se relacionan íntimamente con los asuntos de estilo.
Si bien los rasgos formales de la lengua parecen mucho menos importantes que el contenido del mensaje, tienen, no obstante, un carácter extremadamente significativo. Por eso, deben examinarse detenidamente para poder hacer un análisis adecuado de las dificultades de traducción atinentes al contenido, las cuales, por su parte, serán tratadas en el Capítulo 5.
Transliteración
La transliteración de los nombres propios plantea un sinnúmero de problemas, atribuibles, por lo general, a la naturaleza esencialmente arbitraria de las estructuras fónicas del lenguaje. Lo ideal sería tomar un nombre propio tal como se pronuncia en el idioma fuente y ajustarlo a la forma fonológica natural más cercana en el idioma receptor. Esto equivaldría a encontrar las series de sonidos correspondientes más afines y producirlos en secuencias que no violaran las pautas normales del idioma receptor.
Rara vez, sin embargo, los nombres propios se han transliterado de manera sistemática. Con frecuencia, la base ha fluctuado entre dos o más idiomas fuente. Así, para nombres idénticos los traductores de la Biblia a veces han usado como base el griego y otras veces el hebreo. Otros traductores han interpuesto el latín, en el cual los nombres griegos y hebreos han sufrido ya algunos cambios, y muchos otros traductores simplemente han adoptado las formas de los nombres bíblicos tal como aparecen en ciertos idiomas europeos modernos. Estos últimos, por lo general, han elegido el idioma colonial propio del área o la lengua materna del misionero.
En muchos casos, la base para transliterar no ha sido la pronunciación de un nombre, sino la ortografía tradicional y a menudo se ha adoptado un conjunto de reglas totalmente diferentes, según la familiaridad del nombre. Por ejemplo, los nombres ya en uso, por contactos previos con misioneros cristianos, se toman en una forma radicalmente modificada o inclusive con la ortografía artificialmente correcta del idioma oficial. Los nombres extraños, por su parte, se ajustan completamente a la forma del idioma receptor. Nombres tales como Mateo, Santiago, Juan y Pedro casi no sufren cambios, pero otros como Josafat, Nabucodonosor y Abimelec se alteran de modo radical.
En repetidos casos, los traductores se han limitado a un ajuste parcial. Por ejemplo, a veces han deshecho los grupos consonánticos intolerables por medio de la inserción de vocales o cambiando algunas de las consonantes de manera que el grupo resulte más pronunciable. Pero rara vez han cambiado la longitud de los nombres o los han ajustado a los patrones regulares de secuencia vocálica. En algunos idiomas hay patrones de armonía vocálica que determinan los tipos de vocales que pueden aparecer en sílabas sucesivas. Es preciso atender a estas «reglas» de secuencia para que la transliteración suene natural o parezca pronunciable.
Por otra parte, en algunos idiomas, es totalmente inusitado que los nombres propios posean más de tres o cuatro sílabas. En consecuencia, algunos nombres bíblicos excesivamente largos se acortan de acuerdo con los patrones regulares de reducción propios de esos idiomas. No obstante, algunas personas han sostenido que es del todo innecesario y aun desacertado efectuar esos ajustes de forma, pues los nombres extranjeros según argumentan deben sonar extraños e inclusive ser difíciles de pronunciar.
Por otro lado, la mayoría de los hablantes nativos de una lengua receptora se sienten ofendidos por lo arbitrario y desmañado de muchas transliteraciones. No desean que a los personajes bíblicos se les llame de una manera impropiamente familiar, como sería el caso de llamar a Santiago «Santiaguito»; al apóstol Juan, «San Juancho» o al patriarca Jacob, sencillamente «Cobo». Con todo, el efecto general de conservar las transliteraciones dificultosas, y de inhibir así la lectura pública de las Escrituras, suele ser completamente negativo. Las personas reaccionan contra tales formas por considerarlas injustificadamente foráneas, difíciles de pronunciar y también difíciles de recordar.
En algunas circunstancias, ciertas transliteraciones se objetan en virtud de la hostilidad que suscitan los hablantes del idioma usado como base. Es el caso de los hablantes del turco, quienes muestran fuertes reacciones emocionales ante las transliteraciones basadas en el griego. Preferirían leer transliteraciones basadas en cualquier otro idioma.
Tratar de modificar transliteraciones muy arraigadas resulta excepcionalmente difícil y riesgoso. A menudo, las personas se llegan a apegar a tales formas y reaccionan emocionalmente si se les cambia. Cambiar, por ejemplo, María por «Mary» podría constituir para algunos un verdadero sacrilegio.
Normalmente no hay peligro de que los nombres, una vez transliterados, parezcan demasiado familiares, pues siempre reflejarán su origen extranjero. Lo importante es que no resulten causa de tropiezo para la lectura oral y que no sean motivo de vergüenza para quienes no pueden recordar la manera de pronunciarlos. En una revisión reciente de una versión española de la Biblia, se cambiaron, al menos en algunos detalles, más de doscientos nombres. Para la mayoría de los lectores, los cambios han resultado muy positivos, pues ahora pueden leer las Escrituras con menos temor de pronunciar mal.
Estructuras morfológicas
Las diversas clases de palabras, tales como sustantivos, verbos, adjetivos y adverbios, a menudo asumen categorías gramaticales: por ejemplo, número (singular y plural), clase o género, caso (agente, paciente, instrumento, etc.) y los tratamientos honoríficos que se asocian, a menudo, con los nombres y pronombres. Hay afijos de tiempo (por ejemplo, pasado, presente y futuro); existe el aspecto (la perspectiva especial desde la cual el hablante ve subjetivamente un suceso: durativo, iterativo, incoativo, resultativo, etc.) y también existen los modos, que normalmente se asocian con los verbos. Los adjetivos y los adverbios frecuentemente indican grados de intensidad: comparativo (más fino que), superlativo (el más fino de) y el absoluto (finísimo).
Cuando las formas de las palabras son obligatorias (es decir, exigidas por una determinada construcción sintáctica), al traductor no le queda otro camino que hacer los ajustes necesarios. El sistema aspectual de los verbos hebreos debe ajustarse al llamado sistema temporal de la mayoría de los modernos idiomas indoeuropeos. De manera semejante, si se pasa del griego a una típica lengua de la familia bantú, los tres géneros característicos del primero (masculino, femenino y neutro) tienen que adaptarse a los doce o más géneros propios de la mayoría de los idiomas de dicha familia lingüística. Ahora bien, cuando las estructuras morfológicas son más bien facultativas que obligatorias, la tarea del traductor se hace más compleja, pues en cada caso se verá obligado a decidir si la introducción de determinadas formas es realmente compatible con el contexto.
Algunos traductores han intentado reproducir sistemáticamente las estructuras de la lengua fuente, y al proceder de este modo han producido versiones muy desmañadas. La distinción entre singular y plural normalmente es obligatoria en griego y español, pero es facultativa en algunos idiomas. De hecho, es frecuente que el afijo marcador de plural se emplee sólo al principio del discurso y que toda referencia posterior al sustantivo carezca de él. Sin embargo, si el traductor sigue los patrones del griego o del español y reproduce cada forma plural, el resultado será un discurso sobrecargado de formas plurales.
La estructura sintagmática
La estructura de la frase incluye lo que tradicionalmente se ha considerado la sintaxis de las cláusulas y oraciones. Para el traductor constituye una de las principales áreas de ajuste.
Un ajuste particularmente común es el concerniente a la extensión de las oraciones. Romanos 1.1–7, por ejemplo, se debe fraccionar en oraciones más cortas en casi todos los idiomas, pues este tipo de fórmula epistolar compleja es en extremo rara. La necesidad de traducir mediante verbos los sustantivos que designan sucesos también exige reformar la sintaxis de las oraciones y, por su parte, la sustitución de la voz pasiva por la activa inevitablemente conlleva cambios radicales en la posición de los «satélites» gramaticales ligados al núcleo verbal.
El orden de las oraciones subordinadas también puede ser un factor importante en la reestructuración, pues en algunos idiomas dichas subordinadas deben ir antes de la principal y en otros se tiende a colocarlas después de ella. En numerosas lenguas las oraciones subordinadas pueden ir antes o después de la principal, aunque a menudo se dan leves diferencias de significado de acuerdo con la posición.
Los problemas de atribución pueden constituir dificultades mayores en algunos idiomas. Como muestra de esto, piénsese en el caso de Hechos 27.23. En algunos idiomas una traducción literal de «ha estado conmigo el ángel del Dios de quien soy y a quien sirvo» podría dar la idea de que Pablo pertenecía a un ángel y le servía, pues en tales idiomas las frases descriptivas siempre van unidas a los sustantivos principales —ángel— en este caso y no a los subordinados, como Dios en el ejemplo mencionado.
Cuando los atributos tienen que reformularse como verbos, el resultado puede ser una alteración considerable de la forma sintáctica, aunque no del significado. Por ejemplo, «falsos profetas» podría traducirse en algunos idiomas como «aquellos que se dicen profetas de Dios, pero no lo son» o «aquellos que proclaman falsedades en el nombre de Dios»; «falsos cristos» podría traducirse por «los que fingen ser Cristo».
El tratamiento de la coordinación y la subordinación puede ser particularmente compleja. Por ejemplo, en Romanos 1.5, «la gracia y el apostolado» en griego es, desde el punto de vista sintáctico, una estructura coordinada. Pero desde la perpectiva semántica la relación es de subordinación. En consecuencia, muchas veces se ha traducido por «el privilegio de ser apóstol» o «la designación de apóstol», en tanto que una frase posterior, «obediencia de fe», aunque subordinada en la estructura sintáctica, está semánticamente coordinada y de aquí que haya sido vertida como «fe y obediencia» o «creer y obedecer».
Al discutir tales problemas, muchos traductores insisten en que ciertas construcciones sintácticas «pueden emplearse» en la lengua receptora. Aunque esto podría ser cierto, es importante saber en qué medida tales expresiones son naturales y con cuánta frecuencia se dan en una clase particular de discurso. Si una determinada construcción sintáctica (por ejemplo, la voz pasiva) aparece en una traducción bíblica con una frecuencia mayor en un 15% a la que podría tener en otro texto parecido en la lengua receptora, el traductor debe hacer un gran esfuerzo para reestructurar algunas de las oraciones. En general, una diferencia superior a un 5% debe considerarse sospechosa; no obstante, dada la extrema dificultad de concordar satisfactoriamente tipos de discursos, un 15% parece mucho más razonable.
Los recursos retóricos
Una gran cantidad de rasgos de la estructura del lenguaje y del estilo pueden incluirse dentro de los recursos retóricos: por ejemplo, el paralelismo, el quiasmo, la ironía, la exageración, la atenuación, el lenguaje figurado, el discurso directo incrustado, la personificación, la pregunta retórica, la declaración parentética y la exclamación. Bastará una breve discusión de unos pocos de estos recursos para ilustrar algunos de los problemas básicos.
En el aspecto retórico, la alternancia del discurso directo e indirecto acaso sea uno de los cambios más frecuentes. En algunos idiomas, el discurso directo es obligatorio de principio a fin, y por ello una oración como «les encargó que no contaran a nadie lo que habían visto» (Marcos 9.9) tiene que verterse así: «Él les encargó: “Ustedes no deben contarle a nadie lo que han visto”».
Otras lenguas van un poco más lejos y transforman todo discurso implícito en explícitamente directo. Así, por ejemplo, «ellos alabaron a Dios» tiene que convertirse mediante la forma directa en: «Ellos dijeron: Dios es grande». Hay incluso otros idiomas en los que se prefiere marcadamente el discurso indirecto, y esto significa cambiar un sinnúmero de citas directas por sus correspondientes indirectas.
Sin embargo, la mayoría de las lenguas emplean tanto el discurso directo como el indirecto y esto puede ser particularmente útil en el tratamiento de algunas series de citas directas muy enmarañadas que se encuentran en ciertos pasajes de los escritos de los profetas, en los que pueden hallarse, por lo menos, cinco diferentes incrustaciones. Alternando con buen tino los discursos directo e indirecto, es posible en tales casos establecer las relaciones de un modo mucho más claro que si se intenta traducir literalmente según la estructura hebrea, la cual, por lo general, también emplea las citas directas.
Por su parte, las fórmulas epistolares son recursos retóricos que a menudo deben modificarse a fin de que el lector sepa con exactitud quién le escribe a quién. Pero los ajustes más difíciles son los que deben hacerse en el caso de las preguntas retóricas. Algunos idiomas utilizan muy poco la interrogación retórica o, cuando la emplean, exigen una respuesta inmediata.
En Romanos 8.31–35, las preguntas retóricas tienen un marcado acento dramático, pero vertidas de modo literal, en algunos idiomas resultan completamente fuera de tono. Lo vemos en el versículo 34, donde a la pregunta «¿Puede alguno, entonces, condenarlos?» le sigue inmediatamente una oración que comienza con «Cristo Jesús es el que …» El lector tiene que leer varias palabras más para darse cuenta de que Jesucristo no puede ser el que condena. Esto despistaría aun más en un idioma que normalmente exigiera responder de inmediato toda pregunta retórica. Veamos otro caso en el capítulo primero de Hebreos. En este pasaje las preguntas retóricas son tan complejas e intrincadas (por haberse incluido en ellas citas directas que no son preguntas) que una buena cantidad de traducciones utilizan la oración declarativa para poder verterlas.
El uso epistolar de «nosotros» en lugar de «yo» puede inducir a error en algunos idiomas. Por ello, normalmente debe sustituirse por el singular, siempre y cuando el traductor esté seguro de que se trata de una referencia a la primera persona singular. Ciertamente, este parece ser el caso en Romanos 1.5: «Dios me ha dado el privilegio de ser un apóstol».
Como recurso enfático, la doble negación es bastante común en griego, pero cuando se traduce al inglés debe eliminarse. Si el idioma receptor se asemeja al griego en este aspecto particular, la doble negación puede aprovecharse en algunas situaciones. No obstante, algunas expresiones positivo-negativas es mejor traducirlas de otra manera. Por ejemplo, quizá «no muchos días después» resultaría más natural si se tradujera como «pocos días después», y podría ser preferible traducir «no pocos» por su equivalente positivo «muchos».
La personificación de objetos inanimados o de eventos puede ocasionar dificultades en ciertos idiomas. Por ejemplo, «Alzad, oh puertas, vuestras cabezas» (Salmos 24.7); «Alabadle, sol y luna» (Salmos 148.3); «¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón?» (1 Corintios 15.55). No obstante, la mayoría de los idiomas parecen emplear al menos cierto tipo de personificación. En efecto, en muchas lenguas la personificación es mucho más común que en los textos bíblicos.
Para resolver los problemas planteados por los recursos retóricos, el traductor no debe limitarse a hacer las adaptaciones formales exigidas por el idioma receptor, pues aunque de esa manera se consiga que las formas resultantes no desorienten ni sean demasiado confusas, eso es insuficiente.
Los rasgos retóricos producen cierto impacto en el lector por cuanto no constituyen la forma usual de decir las cosas; por tanto, contribuyen notablemente al estilo y al valor del discurso. Al traducirlas, entonces, no se les debe rebajar al nivel de expresiones ordinarias y triviales.
Si los modelos retóricos de un idioma receptor conducen a perder efecto dramático en determinado punto, hay que intentar compensar la pérdida en otros puntos del texto o con otros medios, de manera que la traducción tenga el mismo nivel de dinamicidad y eficacia que el texto original.
La poesía
Traducir satisfactoriamente la poesía es quizá la tarea más ardua que pueda enfrentar un traductor. La poesía ofrece rasgos tan distintivos que a menudo se la clasifica como uno de los dos tipos básicos de discurso, de los cuales el otro es la prosa. Sin embargo, no es que sea absolutamente distintiva, pues casi todos los tipos de discurso (enseñanza, historia, predicciones, relatos personales y estados anímicos) pueden trasladarse a una forma poética como poesía didáctica, épica, profética o lírica.
Lo distintivo de la poesía no es la estructura básica del discurso, sino el carácter de sus versos en tanto medidos con la acentuación de palabras, la acentuación de frases, el alargamiento de las vocales, el número de pies poéticos, el número de sílabas y palabras y el paralelismo formal. Los medios para medir tales versos difieren muchísimo de un idioma a otro, pero siempre se mantiene algún sistema básico en cuanto a la extensión que generalmente incluye algún tipo de paralelismo estructurado. La rima, tan común en los idiomas europeos occidentales, es relativamente rara si se consideran todos los tipos de idiomas y estructuras poéticas que existen.
Aunque la característica de los versos métricos es el elemento más señalado de la poesía, no constituye en modo alguno su único rasgo distintivo. Normalmente la poesía emplea muchas más expresiones figuradas que la prosa y un poema, visto como un todo, puede tener más de un nivel de sentido figurado. La poesía también se inclina al empleo de expresiones nuevas, es relativamente compacta (es decir, comunica por frase mucho más que la prosa), es de enorme complejidad en su estructura sintáctica, pero generalmente muestra oraciones y cláusulas más cortas que las correspondientes al discurso de la prosa. Ninguno de estos rasgos, ni su combinación, provee un criterio para definir la poesía en contraste con la prosa, pero tomados en conjunto, en combinaciones y grados diversos, sí sirven muy bien para describir las formas poéticas.
Sin embargo, lo importante para el traductor es que lo considerado como sumamente poético en un idioma no necesariamente lo es en otro. Las acusaciones a los enemigos de Israel lanzadas por los profetas del Antiguo Testamento en forma poética son extremadamente eficaces en hebreo, pero traducidas al español o a algún otro idioma occidental europeo a menudo carecen de verdadera calidad poética. Eso se deberá en parte a que los manifiestos, los ultimatums y las denuncias modernos no se escriben en forma poética, y aunque en hebreo la estructura poética ayudaba a que las palabras de los profetas parecieran más dignas de los mensajes divinos, no es posible trasladar esta misma cualidad a muchos otros idiomas.
Aunque la mayoría de los traductores bíblicos han reconocido que las formas y valores poéticos difieren ampliamente de un idioma a otro, algunos todavía se empeñan en reflejar las estructuras originales imprimiendo prosa como si fuera poesía por medio de algún tipo de sangría poética de los versos. Pero la simple impresión de la prosa como poesía no la convierte en discurso poético. Cuando los materiales traducidos no poseen los rasgos esenciales de la poesía en el idioma receptor, no deberían imprimirse como poesía. Si se hiciera, entonces debe respetarse y seguirse el sistema de ese idioma.
La New English Bible (Nueva Biblia Inglesa) es un notable ejemplo de la falla que hemos mencionado, pues en ella se usa un sistema de triple sangrado que solo refleja el sistema acentual de los versos hebreos. No hay relación alguna entre este sistema de acentuación de la poética hebrea y el tipo normal de sangrado que se utiliza en la poesía inglesa, la cual depende del paralelismo y la subordinación del pensamiento. El intento de imponer el sistema hebreo de acentuación sobre un sistema de sangrado inglés resulta a la vez afectado y extraño.
Uno de los rasgos importantes de la poesía hebrea es el paralelismo de los versos, con una cantidad de variantes que incluye el cruce de rasgos semejantes o correspondientes llamado quiasmo, el paralelismo positivo y negativo, la correspondencia de estrofas y muchos más. Para el traductor, las estructuras más problemáticas son los versos completamente paralelos, en los cuales dos versos dicen esencialmente lo mismo, aunque con palabras diferentes. Si el idioma receptor no usa tales estructuras de pensamiento, las formas resultantes pueden ser del todo desorientadoras. En primer lugar, el lector puede pensar que el autor original fue neciamente repetitivo. A su vez, si las expresiones no parecen ser completamente redundantes, el lector puede concluir que el autor trataba de decir otra cosa, en vez de percibir que su intención era recalcar el primer verso por medio de una expresión cabalmente paralela en el siguiente.
En numerosas ocasiones, los traductores han intentado resolver los problemas de paralelismo completo reduciendo los dos versos a uno. A su vez, para compensar la pérdida del énfasis propio de los dos versos hebreos, han introducido elementos enfáticos que reflejan de algún modo la fuerza original. En su traducción de la poesía hebrea, Ronald Knox se propuso eliminar en lo posible el paralelismo, pues sentía que no armonizaba con el estilo del inglés moderno. Muchos discutirán si se justifica la eliminación de esa estructura poética, pero todos coincidirán en que Knox ha salido muy airoso al lograr suprimirlo sin deformar seriamente el énfasis del escrito fuente.
En virtud del carácter sumamente especializado de los rasgos poéticos de cualquier lengua fuente, a menudo es imposible trasladar a la lengua receptora incluso unos cuantos de los elementos más distintivos. Sin embargo, es preciso hacer el máximo esfuerzo para tratar de compensar la pérdida hasta donde sea posible. Casi inevitablemente, esto conducirá al empleo de expresiones figuradas en un porcentaje muy superior al que es normal en el discurso no poético del idioma receptor. Puede igualmente conducir a que se emplee en poesía una cantidad de figuras discursivas que quizá sean totalmente nuevas y novedosas en el idioma receptor. Por lo mismo, inevitablemente se tenderá a recargar el canal de comunicación, pero tal recargo es de esperarse en la poesía, la cual se caracteriza precisamente por ser muy compacta.
Lo que es de particular importancia para el traductor es determinar el «significado» de la poesía en la cultura receptora. ¿Significa que los contenidos son de algún modo irreales y que el mensaje no es particularmente urgente, tal como piensan la mayoría de las personas del mundo angloparlante? ¿La artificialidad de la forma induce al lector a creer que el contenido es igualmente artificial? ¿Es el lirismo lo que hace que se aprecie la poesía mientras que se la menosprecia cuando encierra propósitos didácticos o épicos? Es esencial que el traductor responda estas preguntas para poder determinar cuáles pasajes bíblicos deberían verterse como poéticos e imprimirse como tales y cuáles discursos deberían transformarse en un estilo igualmente eficaz de prosa.
El lenguaje figurado
Bajo este rubro pueden clasificarse todos los sentidos figurados propios de palabras individuales y frases idiomáticas; es decir, las combinaciones de palabras cuyos significados no pueden deducirse de los significados de los términos aislados. Muchas veces tales expresiones se clasifican como «semánticamente exocéntricas», por cuanto el significado del todo es diferente del que daría la suma del significado de las partes. Puesto que el lenguaje figurado se relaciona íntimamente con las peculiaridades culturales de una comunidad lingüística, sólo en contadas ocasiones puede traducirse literalmente.
Lo que nos interesa aquí no es la forma particular en que las expresiones figuradas difieren de un idioma a otro. Lo importante es que las expresiones figuradas son de uso universal y que en grados variables se emplean para indicar muchos tipos de experiencias, sobre todo actitudes y reacciones de carácter psicológico.
Proporcionalmente, el lenguaje figurado es mucho menos frecuente que el lenguaje literal y de ahí su mayor efecto. Además, por ser tan especializado en su significación y estar ligado de modo tan estrecho a los rasgos y las actitudes culturales distintivas, su empleo acentúa el valor emotivo de la comunicación, al hacerla mucho más propia y personal. Ahora bien, dado que muchas frases idiomáticas provenientes de la lengua fuente no pueden traducirse a la lengua receptora, la sustitución por giros no figurados inevitablemente trae consigo una pérdida del efecto característico de aquéllas. Esto resulta especialmente cierto en los pasajes poéticos, en los cuales el lenguaje figurado es elemento imprescindible.
El traductor sensible, consciente de que se pierde el efecto de muchas expresiones idiomáticas y significados figurados que no pueden verterse en la lengua receptora, debe intentar compensar esta pérdida mediante el uso cauteloso de modismos que puedan traducir expresiones no idiomáticas del texto fuente. Por ejemplo, al traducir «paz» como «reclinarse en el corazón», al traducir «amar» como «esconder a otro en el corazón» y al reproducir el sentido de «confiar» como «recostar todo el peso personal sobre», se da alguna posibilidad de compensar, al menos en cierta medida, la pérdida del efecto original.
El problema de la pérdida de efecto al traducir modismos con expresiones no idiomáticas se refleja de forma interesante en las reacciones de muchos lectores ante las traducciones del lenguaje figurado de la Biblia. Cuando se les habla de las expresiones figuradas que otros idiomas emplean para traducir lo que se expresa en lenguaje literal en español, suelen sorprenderse y se sienten complacidos de ver que la Biblia puede ser tan expresiva. Ahora bien, cuando descubren que algunos modismos de las Escrituras casi se pierden en el proceso de traducción (por ejemplo, «hambre y sed de justicia» en algunas lenguas tiene que convertirse en «desear muchísimo la justicia» y «heredar la tierra» se traduce como «recibir lo que Dios ha prometido», mientras «ceñir los lomos de vuestro entendimiento» suele interpretarse como «prepárense para pensar»), los lectores sienten que a la Escritura se le está robando algo de su significado. En realidad, no hay pérdida de significado referencial, sino pérdida de efecto, la cual debe mantenerse en un mínimo.
El problema de la concordancia entre los niveles de efecto es, sin embargo, un problema totalmente diferente de las complicaciones de traducir el contenido semántico del lenguaje figurado. El próximo capítulo tendrá como tema central esta serie de dificultades.
La estructura del discurso
Existen cuatro tipos básicamente diferentes de estructuras discursivas: narración, descripción, argumentación y diálogo.
El discurso narrativo consiste en una serie de hechos y participantes relacionados temporalmente. El descriptivo es esencialmente un conjunto de características de objetos o eventos espacialmente relacionados. El argumentativo se constituye de una serie de eventos, estados o circunstancias relacionadas lógicamente. Por su parte, el diálogo consiste fundamentalmente en una serie de preguntas y respuestas, o de enunciados y negaciones en las que las formas relacionadas se condicionan unas a otras de modo intenso.
En los textos verdaderos, por lo general, se observa una combinación de tipos de discurso. Lo que comienza como narración, a menudo contiene descripción. Así mismo, en la argumentación se pueden entremezclar tanto lo narrativo como el diálogo. En sentido técnico, este último debe distinguirse de la «conversación», la cual se presta mucho más para estructurarse como narración, descripción o argumentación.
El discurso narrativo comienza normalmente con algún tipo de marco espacio-temporal (esto es, cuándo y dónde ocurrieron el hecho o los hechos) y con la presentación de al menos algunos de los participantes. La secuencia de los eventos sigue un orden temporal, pero puede haber «retrospecciones» mediante las cuales el narrador provee de información previa a los lectores. Pueden presentarse también «anticipaciones», por medio de las cuales el autor informa a los lectores de algo que ocurrirá o es posible que ocurra posteriormente en la historia.
Aunque es usual que haya una correspondencia relativamente estricta entre el orden temporal y el lingüístico, es decir que los hechos se describan en orden cronológico, en modo alguno las retrospecciones son desacostumbradas. En efecto, parecen ser prácticamente universales en la relación eficaz de historias. No deben considerarse simplemente como una técnica que le permite a la fuente insertar información que podría haberse olvidado. Por el contrario, dicho recurso le permite al narrador de la historia comenzar los acontecimientos en un punto decisivo y, después de haber captado la atención de los oyentes, suplir algunos de los antecedentes necesarios. El discurso narrativo, por lo general, finaliza con algún tipo de afirmación sumaria o la resolución de la trama, la cual explica el meollo de la historia.
El discurso descriptivo suele comenzar a partir de un punto y entonces procede a detallar de manera sistemática las variadas características de algún objeto o suceso. La descripción del aspecto de una persona, por ejemplo, no salta del color del pelo al tamaño de los pies y luego al ancho de los hombros, sino que con frecuencia se inicia por la cabeza y continúa espacialmente con las otras partes del cuerpo. Otro tipo de orientación descriptiva puede abarcar una serie de características organizadas según una esfera semántica particular. De este modo, se puede describir un edificio comenzando por el tipo de construcción, luego el plano de los diferentes pisos, después el sistema de decoración y así sucesivamente.
El discurso argumentativo, por su parte, puede aparecer a lo largo de cualquier tipo de relación lógica; por ejemplo, causa-efecto, razón-resultado, propósito-resultado o genérico-específico. Así, por ejemplo, se puede establecer una proposición general y luego proveer todas las razones por las que tal afirmación es cierta.
Lo importante de las estructuras discursivas es que ellas en sí mismas son portadoras de significado, particularmente en cuanto al foco y el énfasis, y sólo raras veces es posible alterar la estructura discursiva sin cambiar sustancialmente la intención del autor. Algunas personas han sugerido, por ejemplo, que la historia del Hijo Pródigo sería mucho más eficaz si se comenzara cuando el joven está cuidando los cerdos como un último recurso para no morirse de hambre. Los sucesos anteriores se podrían introducir, entonces, mediante retrospecciones y finalmente se describiría su retorno y la recepción por parte del padre. Si bien para ponerle más vida a la historia, la adaptación podría justificarse, se violaría gravemente la estructura discursiva empleada por Lucas.
En verdad, el hijo pródigo no es el personaje central de esta historia, como puede observarse mediante el cotejo de las tres diferentes historias en el Capítulo 15 del Evangelio de Lucas. Las figuras centrales son la mujer que pierde la moneda, el pastor que pierde una de sus ovejas y el padre que pierde a uno de sus hijos. El regocijo de la mujer, el regocijo del pastor y el del padre constituyen el tema central de estas historias y, como es obvio, el personaje central necesita ser presentado al puro principio de cada una de ellas. La historia de El Hijo Pródigo es en realidad un relato acerca del amor de Dios y no acerca de las hazañas de un hijo desobediente.
En Marcos 6.16–18, se presenta un registro de hechos particularmente difícil, el cual comprende dos retrospecciones mayores y otras menores. Aunque algunos preferirían reestructurar la historia en un orden puramente cronológico, si se hiciera resultaría muy difícil destacar lo que preocupaba a Herodes. Este oyó hablar de la predicación y el ministerio de sanidad de Jesús y concluyó que debía ser Juan, el mismo a quien había decapitado. La ansiedad de Herodes es lo único que hace pertinente la historia de Juan el Bautista.
En muchos idiomas no es posible, como sí lo es en español, introducir retrospecciones simplemente por medio del pluscuamperfecto. Quizá sea necesario decir, por ejemplo: «Herodes dijo esto porque unos meses antes él había mandado hombres para prender a Juan …». La segunda retrospección mayor se puede introducir con «Herodes echó a Juan en la prisión porque previamente Juan había dicho que Herodes no debía haberse casado con Herodías, quien antes había sido la esposa de Felipe, hermano de Herodes …».
En este pasaje del Evangelio de Marcos, la secuencia misma de los sucesos no es tan importante como la conexión entre razón y resultado. Para Marcos, la significación de esta historia reside en el «porqué» de lo sucedido y no en los hechos mismos. En algunos idiomas puede ser realmente necesario reordenar el pasaje de manera que el orden lingüístico corra parejo con el orden de la historia; pero si tal cosa se hace, deben marcarse muy claramente los elementos focales y establecer explícitamente las razones que provocan la acción, a fin de compensar lo que se pierde por el reordenamiento lingüístico.
Al intentar trasladar de modo sistemático y fiel una secuencia de eventos, puede que se infieran en el lenguaje receptor relaciones que quizá no existen en el documento fuente. Así, en una traducción de Marcos 15.37–39, la relación entre el grito doliente exhalado por Jesús, la ruptura del velo del templo y la afirmación del centurión podría ser mal comprendida. Algunos podrían imaginar que el centurión mismo vio romperse el velo del templo y que esta fue la razón por la cual exclamó que Jesús debía ser «el Hijo de Dios». La ausencia de tal conexión se puede señalar en algunos idiomas mediante una partícula adversativa al inicio del versículo 39; inclusive en dicho versículo se podría comenzar un nuevo párrafo como recurso para señalar la ruptura.
Hay ciertamente numerosos pasajes de las Escrituras en los que un traductor se vería tentado a introducir reformas estilísticas. Los múltiples casos en que Pablo emplea anacolutos, es decir, oraciones que comienzan de una manera y terminan con una estructura diferente, son un ejemplo de lo dicho. Algunos traductores desearían atenuar el carácter antigramatical de tales expresiones supliendo las formas apropiadas; sin embargo, el estilo de Pablo, intensamente pleno y desbordante y en parte caracterizado por esas secuencias antigramaticales, refleja con exactitud el movimiento espontáneo y complejo de su pensamiento. Las fisuras sintácticas de la estructura ayudan a mostrar algo de la intensidad emotiva que debe haber conmocionado al apóstol cuando dictó sus cartas.
La tarea del traductor no es la del corrector. Los traductores no están para mejorar el original, sino para reflejarlo concienzudamente. En otras palabras, no tratarán, por ejemplo, de aclarar las relaciones oscuras entre las ideas expresadas en la Primera Epístola de Juan, pues el escritor mismo no lo hizo. Al traductor no le corresponde refundir el original.
No es difícil normalmente hacer ajustes en el orden de las cláusulas de una oración, pues en términos generales resulta fácil compensar los cambios de énfasis o foco. Sí es en extremo problemático alterar la «secuencia de ideas» de un discurso amplio, sin introducir rasgos de significado que podrían ser del todo ajenos a la intención de la fuente. En el discurso narrativo, es legítimo hacer algunas modificaciones menores en el orden de los elementos dentro de un entorno narrativo y se puede justificar la modificación limitada del orden en que aparecen algunos de los componentes de un mismo episodio, por ejemplo, en un grupo de sucesos muy ligados dentro de un marco espacio-temporal particular. Introducir modificaciones que vayan mucho más allá de estos límites siempre es arriesgado.
De modo similar, en el caso del discurso argumentativo se podrían mejorar algunos textos mediante cambios en el orden en que los conceptos específicos se relacionan con las afirmaciones genéricas; sin embargo, por lo general, el resultado es alguna deformación de la intención original. Como muestra de lo anterior, piénsese en el comienzo de Juan 1 en el cual a ciertos traductores les gustaría introducir «Jesucristo, quien fue llamado el verbo de Dios». No cabe duda de que así el texto sería mucho más comprensible para algunas personas. Pero deforma seriamente la estructura de los primeros dieciocho versículos, los cuales se pensaron cuidadosamente para irnos llevando poco a poco al clímax, que es la encarnación.
También algunos traductores han pensado que sería mejor incorporar la mayor parte de Génesis 2 dentro de Génesis 1, para lograr un relato de la creación a primera vista más coherente. Aunque la propuesta sin duda se apoya en motivos muy loables, deforma los antecedentes históricos de los documentos y a la vez confunde relatos que reflejan orientaciones teológicas muy disímiles.
En la tradición secular y particularmente en la actitud de la iglesia hacia las Escrituras, siempre se ha respetado enormemente la integridad de los documentos fuente. En buena medida, esto refleja un profundo sentido de responsabilidad hacia el autor original. La tarea del traductor se ha definido siempre en función de la representación fiel de lo que el autor original quiso decir y no de lo que el traductor quisiera que hubiera dicho.
Si conociéramos mejor los respectivos patrones de las estructuras discursivas de las lenguas fuente y las receptoras, estaríamos en mejor disposición para modificar considerablemente la forma y, a la vez, conservar los valores connotativos y focales. Pero en vista de lo relativamente restringido del corpus de los textos del Antiguo y Nuevo Testamentos y lo limitado de nuestros conocimientos de la teoría del discurso y su particular aplicación a los diversos idiomas receptores, hay mayor probabilidad de que la alteración radical del texto conduzca al error que a una solución válida. Por otra parte, en comparación con las estructuras más o menos obligatorias de los sonidos, las palabras y la sintaxis, el plano del discurso ofrece mayor número de estructuras facultativas. Aunque los valores de las estructuras discursivas correspondientes pueden no ser idénticos, en su mayoría resultan más o menos equivalentes.
El género literario
Existen en todos los idiomas diversas clases de formas literarias. Algunas de las más comunes son: cartas, biografías, novelas, ensayos, poesía y narraciones de acontecimientos. En cuanto al texto bíblico, algunos de los géneros literarios más distintivos se encuentran en los escritos apocalípticos (por ejemplo: el Apocalipsis y partes sustanciales de Daniel y Ezequiel), los discursos proféticos, los reglamentos legislativos y las colecciones de proverbios.
En cierto sentido, los Evangelios representan un género literario bastante particular. Aunque contienen una gran veta de naturaleza biográfica, esencialmente no pertenecen al género. Ante todo, son documentos apologéticos orientados a convencer a los lectores de la verdad de la revelación de Dios en Cristo y de ahí que no sigan un orden estricto de desarrollo biográfico ni intenten dar el tipo de descripción y antecedentes informativos esperables de un tratamiento de carácter biográfico. Todo su interés se centra en la significación única de Jesucristo como revelación de Dios y en virtud de tal propósito algunos de los rasgos más familiares de la biografía humana por ejemplo, las descripciones de la apariencia personal no son pertinentes.
En la medida en que los valores de ciertos géneros literarios difieren de un idioma a otro, no es de extrañar que algunos hayan pensado que ciertas formas literarias de las Escrituras son anticuadas y podrían mejorarse. Por ejemplo, alguien ha recomendado que las Epístolas Paulinas sean refundidas como ensayos y que la Epístola a los Romanos se reestructure al modo de un «ensayo legal».
Una reestructuración de Romanos 1.4 dio como resultado la siguiente versión: «Este hombre Jesús claramente se identificó a sí mismo como Hijo de Dios, nuestro Superior y Administrador, mediante la manifestación de divina supremacía espiritual, sufriendo voluntariamente la muerte y demostrando la completa recuperación de la vida». Hay aquí un grave error exegético al interpretar a Jesús como el agente de su identificación como el Hijo de Dios mediante la «manifestación de divina supremacía espiritual», cuando en realidad Dios es el agente primario. A su vez, la traducción de «Señor» por «Superior y Administrador» es totalmente impropia de su personalidad y «sufriendo voluntariamente la muerte» resulta una adición injustificada.
Lo que es aun más cuestionable en esa traducción es el hecho de fallar seriamente en cuanto a reflejar el espíritu y el tono de la Epístola a los Romanos.
Esta carta revela un profundo interés personal por la vida espiritual de la comunidad cristiana de Roma. La pomposidad verbal simplemente nada tiene que ver con el ministerio de Pablo, pues deliberadamente evitaba las palabras altisonantes y eligió basar sus argumentos en el poder del Señor crucificado y resucitado. Los traductores no deben aspirar a reescribir el texto, sino a reproducir el espíritu y el significado del documento original. En su empeño procuran conservar en lo posible las formas originales, siempre y cuando ello no conduzca a una deformación grave del contenido.
La dimensión de la forma
La dimensión de la forma alude a las categorías de transliteración, estructuras morfológicas, estructuras de la frase, recursos retóricos, versos métricos, lenguaje figurado, estructura discursiva y géneros literarios. Puede considerarse como un continuum que va desde los grupos de rasgos más obligatorios y formalmente condicionados hasta los más facultativos y menos condicionados.
Cuando alguien se ocupa de niveles como la transliteración, no vacila en hacer adaptaciones radicales, pues las estructuras son casi por completo arbitrarias y su carga semántica es mínima. Sin embargo, no se cambia de modo significativo el género literario de una comunicación porque éste es en sí portador de mucho sentido y tiene muchas más estructuras paralelas en diferentes idiomas.
En cuanto a las estructuras morfológicas, aquí la necesidad de adaptación se hace menor, aunque no se vacila, casi, en hacer numerosos ajustes, pues muchos de los cambios morfológicos son obligatorios y las modificaciones no representan notables alteraciones de significado. Aunque en grado menor, lo mismo vale para los cambios en la estructura de la frase.
Los rasgos de los mecanismos retóricos, los versos métricos y el lenguaje figurado implican menos adaptación, pues se intenta conservar en lo posible sus valores formales; es decir, su impacto. Siempre que se necesiten cambios, se debe poner algún empeño en compensar cualquier pérdida acudiendo a otros efectos retóricos que correspondan.
La necesidad y las posibilidades de adaptación se reducen mucho más todavía cuando se abordan los planos de la estructura discursiva y el género literario. En principio, deben rechazarse las alteraciones o transposiciones extensas, pues inevitablemente conducen a notables cambios de sentido y violan las unidades formales más extensas que dan cuerpo al propósito de la comunicación original. En virtud de los rasgos especiales de la fuente y el idioma receptor, en el caso de ciertos textos el orden de los rasgos de la dimensión formal puede justificar determinados cambios. No obstante, el principio fundamental sigue en pie: conforme se va de las estructuras más restringidas y menos significativas hacia las más inclusivas y cargadas de sentido, va disminuyendo significativamente el grado en que los cambios formales son aconsejables y necesarios.